Núria Molines: "En este oficio no te aburres, puedes pasar de traducir sobre campos de concentr
Núria Molines Galarza es traductora literaria, audiovisual e intérprete. Aunque se dedica principalmente al ámbito literario, también lo compagina con la docencia en el Grado de Traducción de la Universidad de Castellón (UJI), el subtitulado y las cabinas. Cursó el Grado en Traducción y Comunicación Intercultural en la Universidad Europea de Valencia, donde también realizó un Máster en Interpretación de Conferencias, y en la Universidad Autónoma de Barcelona ha estudiado un Master en Traducción Audiovisual. Ha traducido a autores como Wade Davis, Nico Rost, Ernst Toller, Kathrin Yacavone, Alex Kerr o al Premio Nobel de Literatura Romain Rolland. Obtuvo una beca del Colegio Internacional de Traductores para una residencia en el marco del programa La Fabrique des Traducteurs, en Arlés, donde tradujo una obra de Rolland, Clerambault. Coordina las traducciones en la editorial ContraEscritura, sigue estudiando Filosofía cuando puede y le dejan, e investiga sobre audiodescripción, narratología y deconstrucción. Es miembro de ACEtt, la Xarxa y la Asociación Romain Rolland.
Texto e imagen: Núria Molines.
- ¿Cómo Núria Molines se da cuenta de que la traducción era una de sus pasiones?
Supongo que, como todos los que estamos en el oficio, siempre me ha encantado leer y escribir. Cuando estaba en el instituto, quería hacer Filología, pero en cuanto supe de la existencia de la carrera de Traducción, lo tuve claro (aunque en un principio iba más encaminada hacia la interpretación, especialidad que combino con la literaria).
Al final me di cuenta que, por mucho que me guste escribir, me apasiona mucho más meterme en las historias de otras personas, en otras épocas y otros mundos. Pronto te das cuenta de que en este oficio no te aburres; puedes pasar de traducir sobre campos de concentración a un ensayo sobre la fotografía saltando por el Himalaya y la RDA. Es una profesión para curiosos insaciables.
- ¿Cómo fue su primera experiencia con un texto literario? ¿Cuál fue?
Aunque se ha publicado años después, el primer libro que traduje fue «En el silencio», de Wade Davis (Pre-Textos, 2017). Aquello fue un golpe de suerte, la verdad, justo conocí a los editores un día que estaban preocupados porque quien se iba a encargar de la traducción al final no podía, así que les propuse que me hicieran una prueba y la cosa salió bien. Aunque estaba tan pez que cuando me preguntaron por el plazo, como no tenía ni idea, cogí el libro y calculé un poco a peso. Menos mal que no me pillé demasiado los dedos y llegué bien a la entrega.
La experiencia con «En el silencio» la verdad es que fue muy intensa. Es una obra descomunal, de 1140 páginas, complejísima en muchos aspectos. Tuve que documentarme muchísimo sobre alpinismo, budismo, el Raj, la flora y fauna del Himalaya… hasta llamé a un club de bridge para leerles la traducción de una partida a ver si estaba bien. Luego también fue algo complejo el trasladar las diferentes variantes y registros, que, en esa época, con tantas diferencias de clase, son realmente importantes. Además, como Wade Davis había documentado la obra al milímetro (estuvo diez años investigando para escribirla y lleva más de 100 páginas de bibliografía comentada), no se podía dejar nada al azar, su lenguaje es muy preciso, a la vez que literario. No sé si es porque fue el primer libro, pero creo que lo sufrí tanto como lo disfruté; por suerte tuve una correctora estupenda fue imprescindible en el proceso. Y sigo guardando a buen recaudo los mapas del Himalaya que usaba para orientarme.
- ¿Cuál es la mayor complicación que tiene un traductor cuando se enfrenta a un texto literario? ¿Qué parte del proceso es más costosa?
Siempre depende muchísimo del texto. Algunos te exigen un esfuerzo de documentación muy grande porque no conoces del todo el tema, en otros lo más costoso es captar el tono al autor, en otros son las intertextualidades… Cada obra tiene su dificultad, hasta el libro que puede parecer más sencillo te puede poner en muchos aprietos. En todo caso, creo que, en general, lo más difícil es hacerte con el estilo y el tono, y más si es de otra época. La parte que a mí me resulta más costosa, porque, para qué engañarnos, es la que se me hace más pesada, es la de revisión y corrección. La parte de documentación, aunque me pueda quitar muchas horas, la disfruto mucho.
Uno de los lugares habituales de trabajo de Núria Molines. (Fotografía cedida por la entrevistada)
-¿Qué supuso para su carrera profesional la beca de residencia y formación <<Le fabrique des traducteurs>> en el Collège International des Traducteurs Littéraires de Arlés para traducir la obra Clerambault de Romain Rolland?
La verdad es que ha sido una de las mayores alegrías profesionales que he tenido. El equipo de Atlas y el CITL trabajaron muchísimo para que todo fuese perfecto. Nos dieron 10 semanas para centrarnos en la obra en cuestión con los demás compañeros (3 francófonos y 3 hispanófonos en total) y con las parejas de tutores que están allí no sólo para hablar de su experiencia, sino para ayudarnos con las dudas, la revisión del texto, para hacer lecturas en voz alta y afinar la musicalidad, hacer propuestas, ayudarte con fuentes de documentación… Se trabaja mucho en sesiones plenarias, por lo que, aunque no se avance en cantidad, sí que se avanza en profundidad. Había veces que discutíamos durante horas de una sola palabra y, además, como mis compañeros de la parte hispanófona eran de México y de Argentina, el debate era muy enriquecedor. Te hace plantearte muchísimo la de absurdos prejuicios lingüísticos que tenemos en España cuando leemos una traducción en una variante no castellana. Lo cierto es que, para una novela como el Clerambault, que tiene tantos niveles de lectura y de intertextualidad, a la vez que una sintaxis algo endemoniada y los problemas que plantea trasladar el tono de la época, creo que el resultado, sin la estancia en Arlés y la inestimable ayuda de los compañeros y tutores, hubiera estado a años luz. Aprovecho para darle las gracias a los tutores, Ariel Dilon, Margot Nguyen, Alicia Martorell, Denise Laroutis, Gabriel Hormaechea y Nelly Lhermillier; y a mis compañeros, Melina Blostein, Éric Reyes, Hugo López-Araiza, Métissa André y Lucile Leclair, así como al maravilloso equipo de ATLAS. Espero volver pronto en residencia, allí se trabaja como en ningún sitio.
- ¿Qué puede decirnos de sus últimas traducción: Japón perdido de Alex Kerr (Alpha Decay, 2017) y Yo le pinté un bigote a Stalin de Erika Riemann (Contraescritura, 2017?
Japón perdido me pilló en Arlés, traduciendo el Clerambault, y la verdad es que pasar de un texto al otro era divertidísimo. Por la mañana estaba en la Francia de la Primera Guerra Mundial y por la tarde en un teatro de kabuki o en el valle de Iya. Creo que Alex Kerr, el autor de Japón perdido, consigue algo maravilloso con esta obra, que es trascender la mera reflexión sobre un país o el relato nostálgico. Lo suyo es una crónica vital propia, pero también de la evolución de Japón, de sus artes y sus costumbres y, con ello, de sus gentes. Adoro la cultura japonesa y este libro fue un regalo, aprendí muchísimo en el proceso de documentación. Además, algo curioso que tiene la obra es que Kerr, aunque es estadounidense, la escribió en japonés y, cuando intentó autotraducirse al inglés, se vio incapaz. El libro, en un principio, estaba tan pensado para los nipones, que le resultó imposible hacerlo medianamente comprensible a un occidental. Por eso, su compañero Bodhi Fishman tuvo que tomar las riendas de la traducción, y juntos ganaron el Premio de Oro a la Mejor Traducción de 1966 que otorgan los Editores de Asia-Pacífico.
Con respecto a la historia de Erika Riemann, Yo le pinté un bigote a Stalin (Contraescritura, 2017), es un relato autobiográfico que nos relata cómo, tras la caída del Tercer Reich y la ocupación soviética de parte del territorio alemán, la joven Erika (entonces de 14 años) decide hacerle un garabato al bigote de Stalin en una foto que hay por la calle. La condenan a 10 años de trabajos forzados en Siberia y, con su obra, que tuvo que esperar más de 50 años para verse capaz de escribirla, nos relata su paso por antiguos campos de concentración, las prisiones femeninas y, sobre todo, nos habla de la hermandad entre mujeres, las verdaderas protagonistas del libro, que se unen para sobrevivir y plantarle cara a la injusticia del mundo.
- ¿Tiene algún proyecto de traducción literaria en marcha del que podamos disfrutar en un futuro próximo?
Ahora mismo me encuentro trabajando, a cuatro manos, con otro compañero, en una correspondencia de dos autores muy especiales para mí (aunque hasta aquí puedo leer), en un ensayo sobre cine y filosofía, y en una novela sobre una actriz de porno.
- ¿Piensa que en la actualidad la figura del traductor está mejor valorada tanto dentro de la industria editorial como por los consumidores de textos literarios?
Hay asociaciones, como ACEtt, que han hecho muchísimo para que eso sea así, ya no sólo por la parte de la visibilidad, como también por las condiciones de trabajo y la legislación sobre la propiedad intelectual. Dentro de la industria, debo decir que sólo he tenido experiencia con editoriales pequeñas y medianas, no con los grandes grupos. Con estas editoriales, el trato ha sido muy directo y personal, y siento que, en estas editoriales, nuestro trabajo se valora más, para empezar, con tarifas más altas que en los grupos grandes que nos permiten trabajar en condiciones. Que parece que siempre nos quejemos de lo mismo, pero al final, si tenemos visibilidad, pero no tenemos buenas condiciones de trabajo (unas tarifas dignas, un contrato que respete la propiedad intelectual, unos plazos adecuados y una buena comunicación con edición y corrección), el resultado será malo y la visibilidad conseguida sólo servirá para señalarlo. A mí no me sirve de nada una editorial que me ponga el nombre en la portada pero que tarde un año en pagarme, eso no es valorar nuestro trabajo. Valorar nuestro trabajo implica entender que esto no es una afición, sino un oficio. Queda mucho por hacer y mucho por pelear.
Despacho compartido y casero de la entrevistada (Fotografía cedida por la autora)
No obstante, algo que me alegra muchísimo y que he ido observando últimamente es que cada vez más editoriales cuentan con sus traductores para las presentaciones de los libros. En mi caso ha sido con la editorial ContraEscritura. Es maravilloso tener la oportunidad de explicar tu trabajo, hablar con los lectores y con los libreros, he hecho grandes amigos gracias a estos encuentros y ahora estos defienden a ultranza que siempre se nos acredite en las reseñas, se fijan en quién traduce y llegan a interesarse por libros por la persona que traduce y no por quién lo ha escrito. Y eso parte del contacto directo con lectores y libreros.
Creo que la visibilidad también implica que nosotros, como parte del proceso del libro, conozcamos (en cierto modo al menos) qué hace cada persona que interviene en el proceso, que entendamos su trabajo y así podamos actuar en consecuencia. Por ejemplo, cuando trabajas con editoriales pequeñas y medianas, sabes que en las librerías independientes (las que no son cadenas, no hablemos ya de Amazon) suelen recibir un trato muchísimo mejor, por lo que siempre voy a comprar allí, además de porque me gusta encontrarme con mis libreras de cabecera y charlar con ellas un rato, apoyar lo que hacen desde sus espacios, que es fundamental. Hay que tener una librería en cada ciudad.
- Por último, ¿puede recomendarnos alguna(s) traducción que considere un trabajo brillante y pulcro?
Es difícil contestar a esto, sobre todo porque me consta que hay tantas y tan buenas traducciones de compañeras y compañeros del gremio que no he leído y siguen en la pila de pendientes, que seguro que me dejo grandes traducciones; así que voy a contestar con mis lecturas más recientes. Me parece un trabajo brillante el de Regina López Muñoz con la gran Edna O’Brien, tanto Las sillitas rojas como Un lugar pagano, que es lo último que he leído, me han parecido traducciones excelentes. Me divertí muchísimo también con la traducción de Ana Herrera de No se desvanece, de Jim Dodge. O con los Hombres varios de Ror Wolf, traducidos por José Aníbal Campos, que estuvo 20 años trabajando en ese proyecto aparentemente sencillo (son microcuentos), pero que para nada lo es. Cuando el cuento no es más que un párrafo, el peso de cada palabra se cuatriplica y hay que ir con mucho tiento a la hora de escoger.